Escribir el bosque
Este fin de semana volví al bosque y recordé cuánto me calma; quise quedarme allí, entre el verde profundo y los retazos de niebla que abrazan el silencio. Paseé entre los árboles, dejé que me envolvieran. Alguien vio una cierva cruzar la carretera; ese trazado estrecho y sinuoso que no puedes seguir con la mirada, porque se esconde y reaparece como lo hace el río; ese por el que puedes caminar sin temor a ser arrollada por la velocidad y el estrépito de los coches.
¿En qué momento carretera pasó a ser una palabra antigua, de otro siglo, que me trae recuerdos de tiempos mejores y más lentos?
Caminar o conducir por estas carreteras que atraviesan bosques es descubrir el sendero a cada instante, a cada giro. Es sentir respeto y un ligero temor por la naturaleza que reina y envuelve. Hablamos de otras carreteras remotas; de túneles excavados en la tierra. Me sentí protegida, como si los árboles pudieran detener el tiempo y todo lo que nos daña; como si el tiempo fuera otro, más arcaico, que aún cuida y restaura la vida en vez de depredarla.
Quizá, como Anamaría Mayol, “antes de ser mujer fui árbol en algún bosque (…) a veces pienso en ello y el bosque no es un lugar extraño”.